La agonía del encierro para las trabajadoras sexuales

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Veronica Naranjo violó la cuarentena para hacer un servicio de dama de compañía a “domicilio”, Maria fue más allá y salió para vender estupefacientes. Sus estantes lucen vacíos y las facturas se acumulan. Sobrevivir es una odisea para las trabajadoras sexuales en una Colombia en cuarentena por el coronavirus, así como el planeta entero.

Debido a esta situación, el dinero las obligaba a salir las calles o burdeles. Sin embargo, ahora con casi la mitad de la población confinada y los prostíbulos cerrados, apelan a la caridad o a lo poco ahorrado.

Sin embargo, lo uno ni lo otro bastan. La necesidad apremia a las prostitutas colombianas, que en muchos casos desafían la prohibición de salir de casa pese a las multas y amenazas de prisión. Y a la posibilidad de contagiarse con un virus que lleva más de 130 muertos y 3.000 contaminados en ese país.

“Estaba en cuarentena pero me tocó ir a hacer un domicilio (trabajo sexual)”, cuenta a la AFP Ana María, de 46 años, que vive en Facatativá, un municipio a 40 kilómetros de Bogotá. “¿Qué hago? Morirme de hambre no puedo”.

En este sentido, ella cuenta que Tomó un taxi que la llevó a donde un cliente. El gas propano con el que cocina estaba a punto de acabarse y en sus estantes ya no había frutas ni verduras. Le urgían los casi diez dólares que cobra por servicio.

Por ella, Ana menciona “Me vi apurada (…) Las ayudas del Estado no han llegado”, expresa sobre los subsidios prometidos por autoridades para poblaciones vulnerables.

De esta manera, para este 3 de abril, cuando atendió el “domicilio”, afirma haber cumplido a rajatabla la cuarentena, que empezó el 25 de marzo y se prolongará hasta el 27 de este mes.

También comenta, que a veces golpean en la puerta de su hogar, y ella sabe que es una señal de socorro de alguna compañera con hijos hambrientos. Sin embargo, la generosidad terminó. “No tengo” qué dar, expresó.

Tenemos una Situación Critica

Adicionalmente, otra mujer, Fidelia Suárez expresa que a veces suena el celular a las dos de la mañana. Al otro lado de la línea se escucha la voz “desesperada” de alguna de las 2.215 afiliadas al Sindicato de Trabajadoras Sexuales de Colombia.

Por ello, “Estamos en una situación crítica”, comenta esta sexagenaria, que preside la organización. “Algunas están a punto de pasar hambre o de que las saquen de donde viven porque no tienen para lo del arriendo”, pese a la prohibición oficial de desalojos durante el confinamiento.

Por otro lado, Suárez entrega alimentos a colegas en Bogotá. Sin embargo la demanda sobrepasa las ayudas donadas por la alcaldía y privadas. “Nosotras somos las que mantenemos el hogar, y nos ganamos la vida en el día a día. La situación ya se está volviendo más desesperante”, expresa.

Suárez desahoga su rabia contra la “indolencia de las autoridades” y exige “soluciones concretas” para las miles que ejercen esta actividad en Colombia, donde es legal aunque informal. “Solo se acuerdan de nosotras en épocas de politiquería”, descarga.

En Bogotá hay 7.094 mujeres que se dedican a esta labor, según el único censo de 2017, asegura la secretaria distrital de la Mujer, Diana Rodríguez. No hay cifras nacionales.

“Estamos articulando acciones y sumando esfuerzos para que las personas que realizan actividades sexuales pagadas y que se encuentran acatando el confinamiento en sus lugares de residencia sean beneficiarias” de subsidios de entre unos 30 y 60 dólares, añadió.

Los “amigos” no salen

Rodríguez asegura que la mayoría de damas de compañía con las que la Secretaría tiene contacto cumple el aislamiento.

Otra «trabajadora sexual» de nombre Luz Amparo, de 49 años, sigue las normativas. Ella asegura que no quiere correr el riesgo de enfermarse y contagiar a sus dos hijos y cuatro nietos con los que comparte casa. Los siete subsisten de donaciones.

Sin embargo, ella expresa que “Yo llamo a amigos (clientes) pero ellos no salen, les da miedo”, dice.

Por otro lado, A 415 kilómetros, en Medellín, Estefanía se la rebusca en la intemperie para enviarles dinero a sus tres hijas, comer y pagar el estrecho cuarto del inquilinato donde vive, en plena zona de tolerancia.

“Hoy me toca salir para pagar lo de la pieza (habitación). Debo dos días (…) no sé cómo pero tengo que pagar”, asegura. Cada noche cuesta unos 5,4 dólares, aunque el propietario redujo el valor a la mitad por la crisis económica de los inquilinos.

Cabe destacar, que anteriormente antes del coronavirus, Estefanía, de 29 años, trabajaba al anochecer. Por lo general prestaba tres servicios y regresaba a casa con hasta 50 dólares, pero los clientes no han vuelto al parque donde suele abordarlos en el centro de Medellín.

A pesar de ello, ahora sale a la calle desde el mediodía, tras reponerse de los amagues de regreso de la depresión que la aqueja desde la adolescencia. Intentó, sin éxito, vender confites y comercializó droga hasta que la policía casi la agarra.

Para finalizar, cuando contaba las horas para el fin de la cuarentena, el gobierno la prorrogó dos semanas más. “Hay que pagar pieza, comida, son muchos problemas los que vienen. Catorce días más, imagínese”.


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